La Sequía
Certamen Literario: primer premio prosa adulto.
Los cardos rusos ruedan arrastrados por el viento, remolinos de tierra se levantan y corren sin rumbo hasta desaparecer en el horizonte. El canto de las chicharras aturde. Los animales se refugian bajo los arbustos ralos y permanecen inmóviles, el aire caliente les devorara el aliento.
Las aguas del lago se han retirado dejando al descubierto el viejo valle; una extensión desolada de barro reseco que el sol ha surcado de grietas. En el bajo, débiles hilos brillantes que cada tanto se pierden bajo la arena, son el recuerdo de los antes caudalosos ríos tributarios. Más allá, el paredón del dique se alza como una fortaleza absurda, que cierra el paso entre dos cerros.
Nadie, ni los lugareños más viejos recuerdan una sequía igual.
Los camiones se internan en la superficie cuarteada a cargar tierra, en un incesante ir y venir, dejando a su paso nubes de polvo. Junto a su Ford desvencijado el Gringo con la piel enrojecida, chorrea transpiración y toma cerveza, mientras espera que el peón termine de cargar. Tiene los ojos y los cabellos claros, heredados de su abuelo polaco que vino a hacer la América. Se seca la cara con la camiseta y deja escapar su mal humor mascullando.
-¡Hacer la América!...Mejor hubiera sido que el viejo se quedara en Europa o que el barco lo dejara en Norteamérica. Pero acá.... si no fuera por Colón todavía andarían con taparrabos. Negros de mierda, vagos y borrachos. Se gastan todo en vino, después se quejan de que viven a mate y tortas fritas. -Abolla la lata vacía y la tira, abre otra, toma un interminable trago y continúa- Uno pone el camión, el combustible, los repuestos y si la guita no alcanza, que se joda el Gringo. Les importa un carajo. Quisiera ver si no les doy laburo. Se cagarían bien de hambre. -Otro sorbo de la lata- Pero no hay caso, en cuanto pueden joderte te joden, les sacas el ojo de encima y ahí no más los tenés haciendo sebo.
Es el último viaje del día, el sol va cayendo pero no refresca. Pedro acostumbrado al trabajo pesado carga el camión, la pala sube y baja rítmicamente ignorando el calor y los mosquitos que a esa hora llegan en bandas, cada tanto sonríe o silva metido en sus pensamientos. Es morocho, bajo, musculoso y elástico y su rostro de facciones armónicas tiene la típica belleza indígena.
El golpe contra algo duro lo detiene. Se inclina, recoge un trozo de cerámica y examina con interés los dibujos descoloridos en una de sus caras. Con cuidado va quitando la tierra, hasta que aparecen los restos de una enorme vasija. Los años bajo el agua han hecho su trabajo. Aún así no tiene dudas del significado de aquel objeto, junta los pedazos rotos y como quien arma un rompecabezas los va regresando a su sitio, en un intento vano de reparar el daño producido por la herramienta.
La figura inmóvil parece una escultura que emerge del barro. La expresión de sus grandes ojos oscuros se torna lejana y se van adueñando de él imágenes de un mundo de otro tiempo, en donde el río corre murmurando entre las rocas por el antiguo cauce y una pequeña población se divisa desde la orilla. Finas columnas de humo se levantan de las chozas esparciendo el aroma de los alimentos que preparan las mujeres. Los hombres forman rueda y mientras esperan retocan sus redes o tallan puntas de flechas. Alguien muele maíz en un mortero.
Desaparecen las imágenes cotidianas y dan paso a una ceremonia fúnebre. El hechicero coloca alimentos y ofrendas en la urna junto al cuerpo. Luego quema hierbas sagradas, con el humo suben al cielo los ruegos, para que los dioses reciban en su reino a un hombre bueno que ha dejado este mundo.
Es solo un instante, pero es tan real que Pedro se estremece por haber perturbado el reposo de aquellos muertos.
El rítmico sonido del trabajo ha cesado, el Gringo se acerca impaciente. -No te digo... negros de mierda... son todos iguales... -¡ Pedro! ¿qué pasa?
El peón vuelve a la realidad. -Vamos a tener que cavar en otra parte patrón... Estas son tumbas...
Las palabras de Pedro reavivan en el Gringo sueños de riquezas y corre en busca de una pala. Cava con avidez, ha olvidado el calor y los mosquitos, lo único que le preocupa es que el sol se va escondiendo y pronto no habrá luz. Remueve la tierra con la esperaza de encontrar algún objeto valioso y con cada palada va desparramando fragmentos de las vasijas.
El muchacho va hasta el camión que ha quedado a medio cargar y guarda las herramientas dando por terminada su jornada.
- Ya está oscureciendo, ¿volvemos mañana patrón?- El Gringo no contesta y sigue buscando. Cada tanto recoge algo del suelo, lo limpia con manos ansiosas y termina arrojándolo con rabia.
-Hasta mañana patrón- Saluda Pedro y se aleja tomando un atajo por el monte, sacude la cabeza y murmura acongojado -Mandinga anduvo rondando.... empujó la pala y sopló su aliento sobre el Gringo.....
Un crespín regresa a su nido, contesta a sus trinos imitándolo sin entusiasmo. A su paso el aire le acerca los aromas familiares de las hierbas que ha aprendido a conocer desde la infancia junto a su abuela. La memoria lo transporta a aquellas tardes en que la ayudaba a recoger y ella le contaba historias de duendes, salamancas y mujeres transformadas en aves.
Los recuerdos y la quietud del atardecer lo van serenando, poco a poco se va confundiendo con el paisaje hasta formar parte de él. Le pesa la espalda y se entretiene imaginando que no es el cansancio, sino un bulto donde guarda las leyendas, los consejos de la abuela, los secretos de las semillas, del vuelo de las aves y de la tierra.
Desde un recodo del sendero ve a lo lejos el camión y a su dueño que continúa con la búsqueda y se encoge de hombros.
En el cielo aparecen tímidamente una que otra nube, Pedro quisiera invocar a los antiguos dioses del valle, pero hace mucho que su gente los ha olvidado. Aunque no sabe las palabras cada fibra de su cuerpo se estremece en una plegaria, rogando al cielo que devuelva el agua al lago y cubra el camposanto. Que proteja con un manto líquido el descanso de sus mayores.
Los cardos rusos ruedan arrastrados por el viento, remolinos de tierra se levantan y corren sin rumbo hasta desaparecer en el horizonte. El canto de las chicharras aturde. Los animales se refugian bajo los arbustos ralos y permanecen inmóviles, el aire caliente les devorara el aliento.
Las aguas del lago se han retirado dejando al descubierto el viejo valle; una extensión desolada de barro reseco que el sol ha surcado de grietas. En el bajo, débiles hilos brillantes que cada tanto se pierden bajo la arena, son el recuerdo de los antes caudalosos ríos tributarios. Más allá, el paredón del dique se alza como una fortaleza absurda, que cierra el paso entre dos cerros.
Nadie, ni los lugareños más viejos recuerdan una sequía igual.
Los camiones se internan en la superficie cuarteada a cargar tierra, en un incesante ir y venir, dejando a su paso nubes de polvo. Junto a su Ford desvencijado el Gringo con la piel enrojecida, chorrea transpiración y toma cerveza, mientras espera que el peón termine de cargar. Tiene los ojos y los cabellos claros, heredados de su abuelo polaco que vino a hacer la América. Se seca la cara con la camiseta y deja escapar su mal humor mascullando.
-¡Hacer la América!...Mejor hubiera sido que el viejo se quedara en Europa o que el barco lo dejara en Norteamérica. Pero acá.... si no fuera por Colón todavía andarían con taparrabos. Negros de mierda, vagos y borrachos. Se gastan todo en vino, después se quejan de que viven a mate y tortas fritas. -Abolla la lata vacía y la tira, abre otra, toma un interminable trago y continúa- Uno pone el camión, el combustible, los repuestos y si la guita no alcanza, que se joda el Gringo. Les importa un carajo. Quisiera ver si no les doy laburo. Se cagarían bien de hambre. -Otro sorbo de la lata- Pero no hay caso, en cuanto pueden joderte te joden, les sacas el ojo de encima y ahí no más los tenés haciendo sebo.
Es el último viaje del día, el sol va cayendo pero no refresca. Pedro acostumbrado al trabajo pesado carga el camión, la pala sube y baja rítmicamente ignorando el calor y los mosquitos que a esa hora llegan en bandas, cada tanto sonríe o silva metido en sus pensamientos. Es morocho, bajo, musculoso y elástico y su rostro de facciones armónicas tiene la típica belleza indígena.
El golpe contra algo duro lo detiene. Se inclina, recoge un trozo de cerámica y examina con interés los dibujos descoloridos en una de sus caras. Con cuidado va quitando la tierra, hasta que aparecen los restos de una enorme vasija. Los años bajo el agua han hecho su trabajo. Aún así no tiene dudas del significado de aquel objeto, junta los pedazos rotos y como quien arma un rompecabezas los va regresando a su sitio, en un intento vano de reparar el daño producido por la herramienta.
La figura inmóvil parece una escultura que emerge del barro. La expresión de sus grandes ojos oscuros se torna lejana y se van adueñando de él imágenes de un mundo de otro tiempo, en donde el río corre murmurando entre las rocas por el antiguo cauce y una pequeña población se divisa desde la orilla. Finas columnas de humo se levantan de las chozas esparciendo el aroma de los alimentos que preparan las mujeres. Los hombres forman rueda y mientras esperan retocan sus redes o tallan puntas de flechas. Alguien muele maíz en un mortero.
Desaparecen las imágenes cotidianas y dan paso a una ceremonia fúnebre. El hechicero coloca alimentos y ofrendas en la urna junto al cuerpo. Luego quema hierbas sagradas, con el humo suben al cielo los ruegos, para que los dioses reciban en su reino a un hombre bueno que ha dejado este mundo.
Es solo un instante, pero es tan real que Pedro se estremece por haber perturbado el reposo de aquellos muertos.
El rítmico sonido del trabajo ha cesado, el Gringo se acerca impaciente. -No te digo... negros de mierda... son todos iguales... -¡ Pedro! ¿qué pasa?
El peón vuelve a la realidad. -Vamos a tener que cavar en otra parte patrón... Estas son tumbas...
Las palabras de Pedro reavivan en el Gringo sueños de riquezas y corre en busca de una pala. Cava con avidez, ha olvidado el calor y los mosquitos, lo único que le preocupa es que el sol se va escondiendo y pronto no habrá luz. Remueve la tierra con la esperaza de encontrar algún objeto valioso y con cada palada va desparramando fragmentos de las vasijas.
El muchacho va hasta el camión que ha quedado a medio cargar y guarda las herramientas dando por terminada su jornada.
- Ya está oscureciendo, ¿volvemos mañana patrón?- El Gringo no contesta y sigue buscando. Cada tanto recoge algo del suelo, lo limpia con manos ansiosas y termina arrojándolo con rabia.
-Hasta mañana patrón- Saluda Pedro y se aleja tomando un atajo por el monte, sacude la cabeza y murmura acongojado -Mandinga anduvo rondando.... empujó la pala y sopló su aliento sobre el Gringo.....
Un crespín regresa a su nido, contesta a sus trinos imitándolo sin entusiasmo. A su paso el aire le acerca los aromas familiares de las hierbas que ha aprendido a conocer desde la infancia junto a su abuela. La memoria lo transporta a aquellas tardes en que la ayudaba a recoger y ella le contaba historias de duendes, salamancas y mujeres transformadas en aves.
Los recuerdos y la quietud del atardecer lo van serenando, poco a poco se va confundiendo con el paisaje hasta formar parte de él. Le pesa la espalda y se entretiene imaginando que no es el cansancio, sino un bulto donde guarda las leyendas, los consejos de la abuela, los secretos de las semillas, del vuelo de las aves y de la tierra.
Desde un recodo del sendero ve a lo lejos el camión y a su dueño que continúa con la búsqueda y se encoge de hombros.
En el cielo aparecen tímidamente una que otra nube, Pedro quisiera invocar a los antiguos dioses del valle, pero hace mucho que su gente los ha olvidado. Aunque no sabe las palabras cada fibra de su cuerpo se estremece en una plegaria, rogando al cielo que devuelva el agua al lago y cubra el camposanto. Que proteja con un manto líquido el descanso de sus mayores.