La Bandera
Certamen Literario: segundo premio prosa adulto.
El timbre del teléfono lo sobresalta. Hace tiempo que nadie llama y menos a esa hora. El sonido es alienante, la insistencia machacona.
Deja el vaso, se levanta, su rostro fofo tiene un gesto de blandura, una laxitud pesada. Camina hacia el aparato con los pies vacilantes, el ceño fruncido. Contesta con un presentimiento aciago.
Escucha la voz del Doctor, leve, gradual, aceitada. Le avisa que el acto se realizará mañana, a las once. No hay dilación posible.
Él implora, suplica, se humilla, ruega que sea sin bandera. La respuesta, cortante, cierra la conversación. El pedido fue denegado, todo se hará según lo que establece el procedimiento.
Él queda confuso, con la mirada hundida en sus órbitas resecas. Tiene un gesto de miseria que oscurece las mejillas y en su cuello se tensan las riendas de las arrugas viejas.
¡ No ! A un Linares Cardozo no lo pueden denigrar de esa manera. Es una vileza. Está harto de doctores, jueces y chicanas. Es un hombre de honor, reclama justicia, no favores.
Levanta la copa y la lleva a sus labios. Siente el olor áspero y el gusto oscuro de la bebida. Él maquinó un plan, lo elaboró en sus mínimos detalles, no puede fallar.
Corre una cortina vieja, raída, deshilachada. Afuera la tarde se escurre entre velos de penumbra. Al final de la calle, al acecho, el viento. Un perro vagabundo olisquea un tacho de basura. A los lejos vislumbra luces amarillas, titilantes. Rompe el silencio el croar de un sapo. Tira el cigarrillo a la cuneta. El viento en remolino lo lleva a la deriva con la punta chamuscada. Amenaza lluvia.
Se arrincona en un sillón destartalado. En la pared, el sonido del reloj retumba con un ruido acerado. Llena el vaso y lo vacía con la lenta sabiduría del que conoce los secretos del vino. Nota en su cuello un pulso acompasado, aburrido. El espejo le devuelve una imagen derrumbada; hombros hundidos, ojos opacados, cabello perdido, barba encanecida y arrugas selladas. Entonces, siente el peso de su propia imagen, quizás la que él, como al descuido ha imaginado ignorar. Su vida fue un marasmo de utopías, incoherencias, derrotas y vanidades absurdas. Lo que vendrá solo lo sabe el Diablo.
Mira sus manos nudosas, antiguas. Un fino temblor de marionetas acompaña cada gesto. Inquieto, vuelve a la ventana. Una lluvia perezosa, sumisa, con deseos de quedarse, empavona la calle.
La casa está triste y desteñida. Un polvillo neblinoso flota entre los muebles. Sus ojos sabedores, brillosos de vino, observan un anaquel. Sobre él, una fotografía y en ella atrapada en el tiempo lo que fue su familia. Estela, con un brazo sobre su hombro y entre los dos, Ángel con sus primeros pantalones largos. ¡ Qué años aquellos ! piensa. La casa rebosaba vida, las paredes pintaban voces y en la mesa bailaba la alegría.
Luego, la crueldad, el accidente estúpido, absurdo. Después, el desamparo y el derrumbe constante. Se refugió en las tinieblas de su rutina diaria. Arremetió con valentía los obstáculos del camino, luchó con denuedo pero la marcha, los tropiezos, los esfuerzos y las caídas estaban decididas.
Se queda con los ojos entrecerrados rumiando lo que le resta de memoria. Es tan poco, solo dos o tres rostros borrosos y algunos gestos olvidados. Las sombras confunden las imágenes sueltas, sin sentido. Piensa que los recuerdos solo son sueños nebulosos de una realidad conclusa.
Su vida fue ostentosa mientras duró la herencia. Le gustaban las mujeres rubias, el vino tinto, los caballos de carrera, el cigarrillo, la noche y el ocio creador del ocio. Ese era su retrato a pleno.
La casa simula riqueza, pero puertas adentro anida una pobreza que raya en la miseria. En la sala el desorden es colosal. Desparramados por el piso hay diarios, libros, revistas, platos, pocillos, medias, pañuelos mugrientos y ceniceros repletos.
Con la lentitud del cansancio, del aburrimiento, quizás de la amargura se encerró en esa casa, su refugio inexpugnable... hasta hoy. Pero él tiene un plan. Un Linares Cardozo no puede asistir impasible a la derrota, a la más abyecta humillación. A su edad se han consumado todos los deseos y cumplido todos los plazos. Solo queda el orgullo y el honor. En sus ojos, encendidos por los fulgores del alcohol, se esboza una secreta malicia.
El invierno de su vida lo atravesó sin concesiones ni piedades. Comenzó a descubrir que estaba solo y se supo viejo. La paz no cabía en su alma. Sin afectos ni amigos, se aisló de la vida. Era un paria que vegetaba bajo un techo que sentía extraño.
Abre el ropero y saca una valija chica. Total, por lo poco que tiene que llevar. Algunas ropas, fotos viejas, la máquina de afeitar, un peine y unos pañuelos. Descuelga el impermeable. Vacía la botella y con el último trago siente renacer la energía. Todo esta resuelto. Echa un último vistazo a la casa en la que vivió su abuelo y su padre. En ella nació. La casa de los Linares Cardozo.
En el baño están los dos bidones de nafta. Esboza una sonrisa sin atisbo de alegría. Piensa que la valentía es una forma de violencia. Tiene una última duda antes de tomar el primer bidón. Luego extiende su mano descarnada. Lo destapa.
Comienza a volcarla sobre paredes, muebles y pisos. Con el contenido del segundo empapa una pared tapizada de retratos, la computadora y el viejo sofá. Todo está inventariado. Por último lo vacía sobre la cortina de la ventana que está abierta. El olor es sofocante. Se coloca el impermeable, alza la valija y sale.
La calle está desierta, el mundo duerme. La casa está allí, desde siempre, imperturbable. Enciende un cigarrillo, protege la llama con el cuenco de sus manos y luego con un gesto ceremonioso tira el fósforo sobre la cortina de la ventana. Se aleja con pasos firmes y seguros. En el juego de luces y sombras alucinadas su rostro aparece y se esfuma en un parpadeo rítmico.
Luego escucha gritos, exclamaciones, sirenas. Gira la cabeza y ve el incendio que juega con sus llamas rojas y azuladas como espadas. En un instante se consumen deudas, hipotecas y subastas. En ese momento escucha una explosión y ve como se derrumba el techo. Estalló la garrafa de la cocina, piensa.
Primero fue una sonrisa, después una risa que se expandió en círculos, para terminar con una carcajada explosiva. Apoya la valija en la vereda y con sus brazos libres hace un solemne corte de manda. " De acá van a colgar la bandera colorada " grita con la alegría de un niño. Dobla una esquina, salta un charco, levanta el cuello de su abrigo y se hunde en la sombra pudorosa.
El timbre del teléfono lo sobresalta. Hace tiempo que nadie llama y menos a esa hora. El sonido es alienante, la insistencia machacona.
Deja el vaso, se levanta, su rostro fofo tiene un gesto de blandura, una laxitud pesada. Camina hacia el aparato con los pies vacilantes, el ceño fruncido. Contesta con un presentimiento aciago.
Escucha la voz del Doctor, leve, gradual, aceitada. Le avisa que el acto se realizará mañana, a las once. No hay dilación posible.
Él implora, suplica, se humilla, ruega que sea sin bandera. La respuesta, cortante, cierra la conversación. El pedido fue denegado, todo se hará según lo que establece el procedimiento.
Él queda confuso, con la mirada hundida en sus órbitas resecas. Tiene un gesto de miseria que oscurece las mejillas y en su cuello se tensan las riendas de las arrugas viejas.
¡ No ! A un Linares Cardozo no lo pueden denigrar de esa manera. Es una vileza. Está harto de doctores, jueces y chicanas. Es un hombre de honor, reclama justicia, no favores.
Levanta la copa y la lleva a sus labios. Siente el olor áspero y el gusto oscuro de la bebida. Él maquinó un plan, lo elaboró en sus mínimos detalles, no puede fallar.
Corre una cortina vieja, raída, deshilachada. Afuera la tarde se escurre entre velos de penumbra. Al final de la calle, al acecho, el viento. Un perro vagabundo olisquea un tacho de basura. A los lejos vislumbra luces amarillas, titilantes. Rompe el silencio el croar de un sapo. Tira el cigarrillo a la cuneta. El viento en remolino lo lleva a la deriva con la punta chamuscada. Amenaza lluvia.
Se arrincona en un sillón destartalado. En la pared, el sonido del reloj retumba con un ruido acerado. Llena el vaso y lo vacía con la lenta sabiduría del que conoce los secretos del vino. Nota en su cuello un pulso acompasado, aburrido. El espejo le devuelve una imagen derrumbada; hombros hundidos, ojos opacados, cabello perdido, barba encanecida y arrugas selladas. Entonces, siente el peso de su propia imagen, quizás la que él, como al descuido ha imaginado ignorar. Su vida fue un marasmo de utopías, incoherencias, derrotas y vanidades absurdas. Lo que vendrá solo lo sabe el Diablo.
Mira sus manos nudosas, antiguas. Un fino temblor de marionetas acompaña cada gesto. Inquieto, vuelve a la ventana. Una lluvia perezosa, sumisa, con deseos de quedarse, empavona la calle.
La casa está triste y desteñida. Un polvillo neblinoso flota entre los muebles. Sus ojos sabedores, brillosos de vino, observan un anaquel. Sobre él, una fotografía y en ella atrapada en el tiempo lo que fue su familia. Estela, con un brazo sobre su hombro y entre los dos, Ángel con sus primeros pantalones largos. ¡ Qué años aquellos ! piensa. La casa rebosaba vida, las paredes pintaban voces y en la mesa bailaba la alegría.
Luego, la crueldad, el accidente estúpido, absurdo. Después, el desamparo y el derrumbe constante. Se refugió en las tinieblas de su rutina diaria. Arremetió con valentía los obstáculos del camino, luchó con denuedo pero la marcha, los tropiezos, los esfuerzos y las caídas estaban decididas.
Se queda con los ojos entrecerrados rumiando lo que le resta de memoria. Es tan poco, solo dos o tres rostros borrosos y algunos gestos olvidados. Las sombras confunden las imágenes sueltas, sin sentido. Piensa que los recuerdos solo son sueños nebulosos de una realidad conclusa.
Su vida fue ostentosa mientras duró la herencia. Le gustaban las mujeres rubias, el vino tinto, los caballos de carrera, el cigarrillo, la noche y el ocio creador del ocio. Ese era su retrato a pleno.
La casa simula riqueza, pero puertas adentro anida una pobreza que raya en la miseria. En la sala el desorden es colosal. Desparramados por el piso hay diarios, libros, revistas, platos, pocillos, medias, pañuelos mugrientos y ceniceros repletos.
Con la lentitud del cansancio, del aburrimiento, quizás de la amargura se encerró en esa casa, su refugio inexpugnable... hasta hoy. Pero él tiene un plan. Un Linares Cardozo no puede asistir impasible a la derrota, a la más abyecta humillación. A su edad se han consumado todos los deseos y cumplido todos los plazos. Solo queda el orgullo y el honor. En sus ojos, encendidos por los fulgores del alcohol, se esboza una secreta malicia.
El invierno de su vida lo atravesó sin concesiones ni piedades. Comenzó a descubrir que estaba solo y se supo viejo. La paz no cabía en su alma. Sin afectos ni amigos, se aisló de la vida. Era un paria que vegetaba bajo un techo que sentía extraño.
Abre el ropero y saca una valija chica. Total, por lo poco que tiene que llevar. Algunas ropas, fotos viejas, la máquina de afeitar, un peine y unos pañuelos. Descuelga el impermeable. Vacía la botella y con el último trago siente renacer la energía. Todo esta resuelto. Echa un último vistazo a la casa en la que vivió su abuelo y su padre. En ella nació. La casa de los Linares Cardozo.
En el baño están los dos bidones de nafta. Esboza una sonrisa sin atisbo de alegría. Piensa que la valentía es una forma de violencia. Tiene una última duda antes de tomar el primer bidón. Luego extiende su mano descarnada. Lo destapa.
Comienza a volcarla sobre paredes, muebles y pisos. Con el contenido del segundo empapa una pared tapizada de retratos, la computadora y el viejo sofá. Todo está inventariado. Por último lo vacía sobre la cortina de la ventana que está abierta. El olor es sofocante. Se coloca el impermeable, alza la valija y sale.
La calle está desierta, el mundo duerme. La casa está allí, desde siempre, imperturbable. Enciende un cigarrillo, protege la llama con el cuenco de sus manos y luego con un gesto ceremonioso tira el fósforo sobre la cortina de la ventana. Se aleja con pasos firmes y seguros. En el juego de luces y sombras alucinadas su rostro aparece y se esfuma en un parpadeo rítmico.
Luego escucha gritos, exclamaciones, sirenas. Gira la cabeza y ve el incendio que juega con sus llamas rojas y azuladas como espadas. En un instante se consumen deudas, hipotecas y subastas. En ese momento escucha una explosión y ve como se derrumba el techo. Estalló la garrafa de la cocina, piensa.
Primero fue una sonrisa, después una risa que se expandió en círculos, para terminar con una carcajada explosiva. Apoya la valija en la vereda y con sus brazos libres hace un solemne corte de manda. " De acá van a colgar la bandera colorada " grita con la alegría de un niño. Dobla una esquina, salta un charco, levanta el cuello de su abrigo y se hunde en la sombra pudorosa.