Así…
Yo llegué queriendo saber, entendiendo que no existe otra forma de compartir una mirada sino conociendo, estando donde y con quienes otro estuvo.
Mi papá amaba su Jovita y nos arrastró, a mis hermanas y a mí, en su devoción.
Conocerla fue, desde entonces, parte de mis deseos hasta que, este año, una serie de situaciones hizo posible mi viaje.
Llegué con un par de viejas fotos de los años '30 y la dudosa seguridad de poder encontrar una palmera junto a un pozo en mitad de un campo que, para otros, podía ser cualquiera.
¿Quién podía saber? En la Municipalidad cabía la posibilidad de dar con algún viejo plano para guiarme. ¿Cómo explicar lo que buscaba cuando habían transcurrido más de 60 años del adiós?
El aviso del Centenario fue un alerta. Quizás nos estábamos esperando. Menos de diez minutos después, estaba sentada junto a la persona que haría posible el milagro: Rita estaba ese día ahí, dispuesta a escucharme, a guiarme.
Raúl conduciría, a pesar de él, sobre caminos de tierra. Doblaría en la entrada sólo indicada por la falta de cadena hasta la tranquera donde un maravilloso muchacho recordaría que, 15 años atrás, tres hombres (entre ellos mi papá), habían regresado a una palmera cuya añorada imagen era, seguramente, distinta.
Los pájaros alzaron vuelo y cubrieron de plumas el camino que él me invitaba a recorrer: el mío y el de los sueños de mi padre.
Desde la base y abrazada a la palmera, llamé a mi mamá, a más de 500 km de distancia para confirmarle lo que ella sabía: que la había encontrado, que mis ojos miraban lo que mi papá miró siempre, desde que nació hasta su último día, en otro lugar de Córdoba, 12 años atrás.
No hay palabras para la emoción ni tampoco para el agradecimiento.
Intento con las que conozco sabiendo que no alcanzan, que son pobres, pocas.
Gracias Rita, Raúl, Nieves y Cristian.
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